La primera impresión que da Kakerlak (Lliu Yawar, 2023), el primer libro de cuentos de Miguel Ojeda Huaynalaya (Huancayo, 1988), es la de pertenecer al género de la ciencia ficción. Así lo sugieren su misterioso título y la ilustración de la portada. Esta última —realizada por Yarush Yurivilca— retrata a un androide dorado atacado por cables que parecen serpientes, con un ojo que todo lo ve al fondo. Es una escena extraña, inquietante, que parece confirmar esa primera impresión. Pero ¿se cumple esta expectativa inicial?

En realidad, solo uno de los nueve relatos que integran esta colección se inscribe de lleno en el género que cultivaron autores como George Orwell, Isaac Asimov y Ray Bradbury. Los demás son narraciones de corte más bien realista, aunque algunas presentan leves deslizamientos hacia lo fantástico. Con todo, una cosa es cierta: la mayoría de las historias de Kakerlak rozan, a su manera, lo distópico —como también lo hace, muchas veces, la vida real—.
Lo distópico de la realidad (peruana)
El mundo indeseable de la distopía —un concepto que John Stuart Mill definió como especulativo en 1868— se confunde con la realidad que vivimos. Ojeda no necesita escenarios apocalípticos, tecnología futurista ni máquinas malévolas para construir tramas donde los personajes se enfrentan a entornos que generan zozobra, desolación y fatalismo. Lo consigue, de hecho, con historias que resultan cotidianas, familiares, especialmente para el lector peruano.
En «Imago hominis», un estudiante de un colegio católico de Huancayo, luego de una traumática confesión, queda marcado para siempre. «Abancay» nos muestra a un joven migrante que va al encuentro de su enamorada en la avenida del mismo nombre, mientras intenta sobrevivir al caos del centro de Lima. En «Hambre y redención», un soldado se enfrenta a guerrilleros comunistas en la sierra del país y pronto descubre que la violencia, así como no tiene sentido, tampoco tiene final.
¿Un libro kafkiano?

Con Kakerlak —que en alemán significa «cucaracha»—, Ojeda revela su afinidad con uno de los escritores más influyentes y enigmáticos del siglo XX: Franz Kafka. Del escritor checo toma la imagen del insecto, símbolo de la alienación y la insignificancia del individuo en una sociedad cada vez más inhumana. Incorpora, a su vez, un fragmento de «Un artista del hambre» (1922) para el epígrafe de uno de sus relatos.
Ojeda también comparte con Kafka el interés por retratar sistemas opresivos. En Kakerlak, estos se manifiestan tanto en instituciones religiosas y militares como en la desigualdad socioeconómica, la precariedad y la marginación de ciertos grupos humanos. La mirada desencantada, incluso pesimista, que se percibe en estas narraciones es otra característica común con el autor de La metamorfosis. Así, nos encontramos ante un libro kafkiano que no disimula su crítica al statu quo.
«Mi vida, creo, pesa lo mismo que los gramos de papel»
Antropólogo de profesión, Ojeda no es un escritor novel. En el pasado, ha publicado los poemarios Ciudad irreal (LLiu Yawar, 2019), Bestiario de invierno (Lliu Yawar, 2019) y Antonios (Lliu Yawar, 2021). En Kakerlak, su espíritu de poeta se asoma en su predilección por las imágenes. Tres textos del conjunto —«Nieve en los conos de Lima», «Abancay» y «La pena de Alfonso»— se asemejan más a estampas que a historias propiamente dichas. Esto, por supuesto, no es algo negativo per se, pero el resultado varía: los dos primeros, por ejemplo, están mejor logrados que el último.



Si en algún aspecto ha hecho Ojeda un buen trabajo, es en ciertos finales de Kakerlak. El cierre revelador de «Imago hominis» golpea al lector con el estado actual de su protagonista. El desenlace abrupto, casi anticlimático, de «Hambre y redención» refuerza la idea de un ciclo eterno de violencia. Los finales emotivos del cuento homónimo y de «Rick» demuestran que las narraciones, aunque no hayan sido perfectas, lograron tocar algo dentro de uno.
En su último tercio, sin embargo, el libro pierde la fuerza que había estado intentando consolidar. «El color diluido del alma» tiene un título estimulante y es el único relato que se inscribe dentro del género de la ciencia ficción. Lamentablemente, se queda corto ante la propuesta narrativa —quizá demasiado ambiciosa—. En «Desintegración», hay una premisa con potencial —un preso desarrolla una habilidad insólita en el arte de la escultura en arcilla—, pero se opta por un desenlace metaficcional que no termina de convencer. Por último, «La pena de Alfonso» es una estampa que, como las otras, acierta en el diagnóstico social, pero su prosa, pese al esfuerzo, no deja huella.
Un primer paso en la narrativa
Kakerlak invita al lector a cuestionar aquellos aspectos de la vida real que, observados con agudeza, parecen evocar una distopía preocupante. También es notoria la influencia de la obra —y la filosofía— de Franz Kafka, lo que convierte al libro en una lectura sugerente para la reflexión literaria. Aun así, Kakerlak evidencia algo puntual sobre Miguel Ojeda Huaynalaya: es un escritor que como poeta ya tiene un camino recorrido, pero como narrador apenas ha dado un primer paso.