En 1996, Gary Kasparov fue derrotado por el Deep Blue en una partida de ajedrez. Para muchos esta fue una de las primeras grandes derrotas del ser humano contra la inteligencia artificial y el inicio de una era donde cada vez vamos perdiendo más terreno a favor de nuestras creaciones. Bejamín Labatut en MANIAC (2023) repasa la derrota de Kasparov y trae a colación una de nuestras últimas victorias contra la IA: la cuarta partida de Lee Sedol contra el AlphaGo, ahora ya obsoleto y superado por otros programas que, a estas alturas, son imbatibles para cualquier ser humano. Pero, ¿por qué alguien combatiría a su reacción? Sobre todo si se trata de una herramienta. Así como en los mitos los dioses, temerosos de que sus creaciones pudieran igualarlos o incluso superarlos, los condenan a ser frágiles y mortales, también nosotros podríamos temer que se cuestione nuestra hegemonía como los seres más inteligentes del planeta.

Uno de los ámbitos que más ha sido afectado por el manejo de esta herramienta ha sido el artístico. Esto se debe principalmente a que, para reducir costos, las empresas hacen un uso cada vez más frecuente de la IA para aminorar costos en sus campañas de marketing y publicidad. Esta labor le correspondía a los diseñadores y publicistas, cuya imaginación y creatividad, desde la perspectiva económica ya no resulta indispensable, incluso si los resultados todavía no están a la altura de un producto humano. Como dice una manifestación popular en contra el uso de la IA con “fines artísticos”: quiero que la máquina haga el trabajo manual para dedicarme al arte, no que haga arte para dedicarme al trabajo manual.
No me involucraré en las implicaciones económicas de estos desplazamientos, pero, aunque esté de más decir que la IA no puede hacer arte, ahondaré esa cuestión. Mucha gente sin el menor gusto o criterio artístico piensa que ellos al dejarle todo el trabajo a una inteligencia artificial también pueden hacer “arte”. Cuando se anunció que las nuevas inteligencias artificiales eran capaces de hacer largometrajes convincentes, muchos individuos salieron para apoyar que “ahora todos pueden hacer películas en casa” o que “cualquiera puede hacer lo que hace un director”. Más allá de la democratización de herramientas, quiero señalar el concepto que el público tiene sobre lo artístico en cualquier medio: mientras se lo haga, no importa.
En otras palabras, poco les importa que el arte consista en inventio; dispositivo y elocutio; es decir, discurso o invención y técnica. Un público que está tan acostumbrado a consumir y no cuestionar qué consume por supuesto que no va a diferenciar entre un producto corriente creado por un algoritmo y el nuevo añadido a un arte que solo puede realizar un ser humano. Claro que no todas las películas añaden algo nuevo a su arte, pero una máquina nunca podría hacerlo por una sencilla razón: su código trabaja con lo ya escrito, sigue una programación. Mejor dicho, una IA tiene ciertos límites debido a la programación cerrada que posee. Puede aprender, claro, pero no inventar debido a que está condicionada a ciertos parámetros de comportamiento. Una inteligencia artificial puede aplicar lo ya aprendido de muchas formas, pero siempre dentro de lo aprendido. Un ejemplo podría ser decirle que escriba un cuento como lo haría Borges y nos daría una chapucera imitación del estilo borgiano, a partir de lo que concibe que es Borges, pero nunca podría escribir como un autor que no ha nacido.
Esto se debe a su carácter matemático que, como la matemática (no toda, pero llamémosla de algún modo) “real” o “funcional”, es exacta. La IA trabaja con precisión, dentro de lo conocido, y no puede tomar el riesgo de asomarse a lo que no conoce. Una de las cuestiones de la ciencia ficción ha sido ¿hasta dónde puede llegar una inteligencia artificial? Muchos autores, como Asimov y Dick han propuesto que su punto más alto será cuando resulte indistinguible de un ser humano. Que este programa sea capaz de experimentar emociones genuinas como la ira, el miedo, la euforia y, por lo tanto, sea capaz de plasmarlos inteligentemente dentro de una pieza artística, porque no solo tendrá dominada la técnica, sino que también será capaz de imaginar nuevos medios para usarla mezclada con un discurso propio. Sin embargo, MANIAC retoma esta idea junto a otra idea que propone que, entonces, una máquina también debería poder equivocarse aún dentro de su programación, lo que implicaría salir de ella.

A las grandes empresas no les importa y por ello vemos casos como el de Hollywood, que está alimentando una inteligencia artificial con todo un catálogo de películas para que pueda copiarlas y venderlas por un bajo costo. Esto desplaza a los guionistas fuera de la ecuación y, con el avance de crear videoclips con sonido, quién sabe qué le depare a toda la industria cinematográfica. Sin embargo, quiero aclarar que el arte nunca estará en peligro, porque eso no será arte y se seguirá haciendo porque habrá personas que realmente lo amen y quieran formar parte de él.
Las dificultades que se le presentan a la inteligencia artificial van más por el lado estructural del texto, así como el discursivo, porque se supone que esta herramienta es como un vasto diccionario. Es una de sus funciones más básicas. Sin embargo, un libro es al vocabulario como el agua es al oxígeno. La precisión de las palabras a la que recurre la IA, su búsqueda de la perfección y exactitud, es lo que le juega en contra para poder elaborar textos, o ya digamos (para no excluir al cine, la pintura, etc.), piezas. Las obras de arte siempre juegan con la ambigüedad, con la polisemia, y a menudo, su genialidad recae en lo inesperado, en lo intempestivo. Palabras que, como se mencionó anteriormente, se escapan de la programación de un algoritmo alimentado por lo esperado y tempestivo. Una IA que busca lo funcional y digerible no escribiría una oración de dos páginas como McCarthy ni usaría tres tiempos diferentes dentro de un solo párrafo. Difícilmente comprende la función de estos recursos porque, en realidad, no son tan importantes, pero su belleza a menudo recae en lo repentina de su aparición, así como del juego que representa para su autor. Los textos, por supuesto, ocultan siempre un elemento (a menudo su polisemia se debe a ello) y la exactitud de qué cosas debe callar difícilmente puede ser imaginado por la IA como la conocemos porque su algoritmo está dirigido a informar y hablar, no a callar. A excepción de los condicionamientos sociopolíticos que sus programadores consideran necesarios.
El orden en la información de un texto también tiende a ser enrevesado con el propósito de tener un efecto más impactante en el lector, o también puede ser para confundirlo deliberadamente. Aquí hallo una de las limitaciones del algoritmo, ¿cómo puede calcular el mejor momento para soltar cierta información si no es capaz de procesar empáticamente el efecto que tendrá en el lector? Podría ser, en caso de ser capaz de analizar la narratología de un texto y ser educado para interpretarlo, simplemente con su clásica imitación. Sin embargo, con tantas posibilidades, no todas ellas igual de efectivas, cómo podría tener la máquina la certeza de que al contar una historia “nueva” puede saber dónde poner cierto dato clave para impresionar al lector. Para los escritores resulta algo intuitivo cuando salen de los parámetros narratológicos que se imparten en los cursos de escritura creativa. Dicho esto, a lo mucho una máquina tomaría un curso de escritura creativa y escribiría un libro tan vacío e insulso que acabaría como finalista del National Book Award. Pero jamás podría hacer una genialidad. Cuestiono incluso que pueda lograr una de forma azarosa. El arte consiste en la invención, la subversión, lo incómodo, lo fortuito, lo contemporáneo y lo futuro. El arte siempre es el futuro. Y una IA solo pueda calcularlo, pero no escribirlo.
No creo que el arte peligre, nunca lo ha hecho ni nunca lo hará porque es un concepto imperturbable. Siempre se ha dicho que está en decadencia, que ya no se lo hace como antes, pero se hallan nuevas formas de seguir haciendo arte, incluso si no todas se sostienen ante la prueba del tiempo. Entonces podemos hablar de cuestiones económicas, pero yo no soy economista y no puedo calcular qué tan catastrófica será para distintas industrias del entretenimiento. El zapatero a los zapatos. Yo solo sé que, a menos que una IA pueda ser tan ineficaz, explosiva, ambigua y obsesiva, entre muchos otros defectos, como un ser humano, nunca será capaz de hacer una pieza artística real, solo basura para que tontos y flojos se enriquezcan a costa de otros tontos y flojos.