,

La guerra del fin del mundo (1981) o cómo maté a Mario Vargas Llosa

El año 2023 Cormac McCarthy murió y mi primer pensamiento fue que un amigo acababa de comprar Meridiano de sangre (1985). Quienes sabíamos de su adquisición nos congregamos a su alrededor y lo juzgamos. El veredicto: mufa. Su crimen del año 2024 fue más inmediato y, por lo tanto, eficaz. Un primero de abril me dijo que El plantador de tabaco (1960) le llamaba la atención y me pedía mi consejo sobre si comprarlo o no. En la madrugada del día siguiente nos dejaría John Barth. Ahora tememos por la vida de Michel Houllebecq.

Sin embargo, me tocó vivir en carne propia mufar a un escritor hasta matarlo cuando agarré un ejemplar de La guerra del fin del mundo. Ahora que su fallecimiento ya es noticia vieja y ninguna revista se toma la molestia de hablar de él, me parece un buen momento para confesar cómo maté a Mario Vargas Llosa.

Alguna vez leí un comentario donde llamaban a Vargas Llosa, quizás en una catarsis extasiada por algún pasaje particularmente revelador, el mejor prosista en español del último centenario ¿En qué sentido? Me suena a una cuestión estética, aunque bien podría referirse a las estructuras de su narrativa. Fuera como fuera, me tomo a la ligera ese comentario. Incluso si redujéramos la demografía al mejor prosista hispanoamericano de la segunda mitad del siglo XX no estoy seguro de que le corresponda esa posición. Pero seré honesto, La guerra del fin del mundo, si solo de ella dependiera, sembró un atisbo de duda. Y no porque casi me convence de que, en efecto, Vargas Llosa debe ocupar esa posición, sino porque tenía la sensación de que esta novela me superaba como lector.

¿Puede uno estar seguro de eso y contarlo sin cierto sesgo de resentimiento o vergüenza para con el libro enfrentado? Y sí, a un libro de cierta envergadura uno solo puede disfrutarlo enfrentándose a él. Además, creo que el lector nunca sale bien parado de esos enfrentamientos porque implica, necesariamente, que, al luchar por comprender el libro, no ha sido capaz de apreciarlo en su totalidad. No es un aspecto negativo, sino todo lo contrario, pues si uno pudiera dominar un libro y extraer todos los significados de él probablemente lo sepultaría en el olvido al ya no sacar nada más de él.

Sin embargo, hay libros de los que uno sale mejor parado que otros. En todos hay una sensación de logro, pero ciertos libros, y este es el caso, me desconciertan como lector. Puedo reconocer la técnica, el lenguaje, la investigación e imaginación, el sudor y la sangre, pero cuando intento poner ordenar todas las piezas siento que no soy capaz, que el libro es tan rico que no consigo disfrutarlo como debería ya que sigo repasándolo una y otra vez en mi mente para que todo se muestre tal como se dice que son los libros tralfamadorianos: un enorme mosaico donde todo está sucediendo al mismo tiempo.

Con todo el sentido del mundo los libros grandes con un montón de eventos derrotan a los lectores o los intimidan. Pero también están el lenguaje y las estructuras. Los textos de lenguaje barroco o rebuscado, así como los libros que hacen una gala, a veces innecesaria, de varias técnicas narrativas como el cambio de focalización o narrador, el flujo de conciencia, intercalación de diálogos o de tiempos, etcétera. Pero, así como hay libros que derrotan a sus lectores, ¿hay lectores que derrotan al libro? No quiero decir esa especie de tablas en las que queda uno cuando por fin consigue terminar un libro que creía casi imposible, sino los textos que, a pesar de su inventario de recursos, no es capaz de estar a la altura del lector, de maravillarlo o siquiera impresionarlo. Me parece interesante poner en tela de juicio a estos libros que son considerados piezas magistrales o “page turners”, pero que por algún motivo parecen envejecer mal, como se dice para no lastimar tanto a ciertas vacas sagradas, o simplemente ya no cumplen con los estándares (o expectativas) de un lector medianamente experimentado.

De buenas a primeras saquemos de cuestión a los bestsellers fáciles que ocupan los escaparates de las librerías. Su objetivo no es retar al lector ni renovar una tradición, no tiene sentido ponerlos a la altura de un texto que claramente está tratando de ser una pieza artística. Entonces podemos hablar de las vacas sagradas de la literatura y formular una opinión, por supuesto profundamente subjetiva (es inevitable), pero fundamentada sobre cómo un texto canónico pierde fuerza y ya no está a la altura de su lector.

Pienso mucho en la relación de Aira con Cortázar, por ejemplo. Cómo para él, en su juventud, Cortázar fue una especie de demiurgo del cuento, pero fue encontrando cada vez más errores hasta acabar considerando impublicable parte de su obra. Su novela Rayuela (1963) es la que más apaleos ha sufrido con el paso del tiempo, pues la novedad, uno de los talones de Aquiles de cualquier pieza artística, se esfuma pronto, al igual que como se dice del humor (“es una de las cosas que peor envejece”) y hace falta mucho más para sostenerse. Los lectores que también son escritores, mientras más canonizados (o viejos) mejor, son aquellos cuyas críticas reciben menos abucheos. El público hace oídos sordos a los llamados críticos culturales y me parece totalmente bien. Lo inadmisible sería que todos les hicieran caso y creyeran en su palabra.

Nabokov, por su parte, casi no dejó títere con cabeza y quizás su vasto historial lector hizo que, por más osadas que fueran sus arremetidas contra los escritores intocables, siquiera se ponga en cuestión si estas opiniones tenían sentido y no se las descartase de buenas a primeras. Lo mismo pasaba con Borges, quien soltaba un comentario sardónico por cada halago que le hiciera a un texto. Claro que eran lectores de otra categoría, obsesivos y cultos en exceso. Tenían fundamentos para decir lo que decían. Pero también pienso que son lectores que bajaban de un pedestal a otros para poder ser crear una lectura más crítica con los textos y elaborar opiniones más libres, pero al mismo tiempo respaldadas.

Antes de desmenuzar el desborde que me sugiere La guerra del fin del mundo, y sin un afán de antagonizar, quisiera usar como punto de referencia a Conversación en La Catedral (1969). Se trata de una novela que abandoné después de la página cien, luego de considerar suficiente la exposición de recursos y no sentirme impresionado. Es tal como mencioné anteriormente: un elaborado despliegue de técnicas, pero, más que sumergirme en el texto, siento que estorba. Su estructura coral en vez de ofrecerme una multiplicidad de perspectivas, personalidades, lecturas, parecía más bien una sola voz transpuesta a distintas experiencias. Los personajes se sentían reales, el diálogo verosímil apoyaba ese rasgo, pero por algún motivo no dejaban de parecerme vacíos. Decían y hacían las cosas que uno podría imaginar que harían. Quizás su verosimilitud le jugaba en contra.

No le pasa lo mismo a La guerra del fin del mundo, que también despliega las mismas técnicas, pero con mayor mesura e intercalándolas para no que no se agoten. Vargas Llosa reguló la dosis de cada técnica para que el lector no obtenga pedazos de la novela con el mismo estilo y acabe por agotarlo. Debido a un lapso de tiempo ya establecido en el cual transcurre toda la novela, el manejo de los tiempos se siente menos brusco. Asimismo, sabiendo que todos los eventos desembocarán en la Guerra de Canudos, como lectores podemos hacernos una idea de a dónde están yendo los personajes, incluso si no comprendemos todavía su función en el relato. Tener un evento principal constituye una ventaja, pues permite abordar más espacios y situaciones para construir las periferias de dicho núcleo. Es decir, el riesgo de que el lector pierda de vista el hilo narrativo resulta menos probable, ya que conecta las ideas secundarias con la idea principal ya establecida. Por supuesto, en este trabajo Vargas Llosa decide no expandirse explosivamente, sino que prefiere abordar por completo un suceso para plasmar lo más detalladamente posible su visión e interpretación de ello. Puede que se acuse de una menor ambición por este propósito, pero me parece todo lo contrario. Vargas Llosa busca escribir el gran libro sobre Canudos y desentrañar todo lo que pueda de este hecho.

En este trabajo la inverosimilitud juega a favor. La fe ciega, la violencia desenfrenada, el amor, el odio, tantas experiencias dispares en tantos personajes tan únicos es una mirada a un microcosmos riquísimo. Siguiendo aquel consejo de Ribeyro sobre la escritura “Si es real debe parecer inventada y si es inventada, real”. Vargas Llosa sabe tratar con apropiada objetividad y el lenguaje exacto para tratar la inverosimilitud. Usa una construcción del escenario que hace posible estos sucesos y los narra con una parquedad en la cual solo queda lo esencial para considerarlos probables.

Pienso que este texto, una breve reflexión que podría resultar polémica, sobre todo por lo poco elaborada que es, se trata de una reconciliación propia con una novela que me fascinó, así como desconcertó. Después de semanas tras acabar el libro y de plasmar algunos de sus aspectos en escrito, todavía no soy capaz de comprender del todo por qué me gusta tanto y por qué me parece inmensamente superior a otro texto del mismo autor que no solo es más sonado, sino también se le considera un clásico del siglo XX. Diría incluso que me siento culpable por ello, pero no tener un criterio propio ha de pesar mucho más.

Autor

  • Licenciado en Literatura hispánica por la PUCP. Se dedica principalmente a la escritura de cuentos y algunos han sido publicados en revistas o por concursos nacionales. Dirige el proyecto cultural Traslación, un círculo de lectura enfocado en libros o autores no tan discutidos en el Perú.

    Ver todas las entradas
Avatar de Adriano Albinez
Share via
Copy link