ChatGPT, lanzado en noviembre de 2022 por la empresa estadounidense OpenAI, es una inteligencia artificial que puede escribir, prácticamente, de todo: desde mensajes asertivos para tu casi algo hasta resúmenes y artículos para el trabajo o la universidad. Incluso, si se lo pides, puede escribir poemas y cuentos (estos últimos, por ahora, malísimos).
En menos de dos años, la inteligencia artificial ha ganado gran aceptación entre los ciudadanos del internet, quienes ven en ella una manera de facilitarse la vida. Es muy probable que, con el paso del tiempo, aplicaciones como ChatGPT mejoren sus sistemas, escribiendo mensajes, resúmenes y artículos más sofisticados y complejos (el director de operaciones de OpenAI ya anunció esto sobre las tecnologías que la empresa viene desarrollando).
Quién sabe: tal vez en un par de años, los poemas y cuentos escritos por ChatGPT sean excelentes y ganen concursos, algo que ya viene sucediendo con otros programas de inteligencia artificial en el campo de la fotografía y de las artes plásticas.

No obstante, hay algo que ChatGPT, por más que pasen los años y su sistema mejore, nunca podrá escribir: su propia historia. La razón es sencilla: no tiene una.
Sobre esto habla Alejandro Albán en un ensayo publicado en la revista Casapaís. El autor sostiene que, en un mundo donde la inteligencia artificial parece robarnos espacios de creación, aún existen fronteras artísticas que la IA, simplemente, no puede cruzar. Hay formas de arte que siempre vamos a preferir hechas por humanos reales y no por computadoras eficaces:
Seguimos asistiendo a conciertos en vivo sin importarnos la precisión de los sintetizadores. Queremos ver a actores de carne y hueso y no a avatares digitales. Admiramos la habilidad de un caricaturista callejero a pesar de las ilustraciones creadas en segundos por la inteligencia artificial.
En el caso de la escritura, puntualiza Albán, la frontera está trazada por la literatura autobiográfica: aquella en la que el autor real nos cuenta su propia historia. «Las vidas que cuentan los escritores autobiográficos no pueden ser vividas por ninguna máquina. El autor es el intérprete retrospectivo de la pieza compuesta, sin él la obra carece de sentido», afirma Albán con convicción, haciendo frente al miedo que el avance acelerado de tecnologías como ChatGPT ocasiona en algunos escritores.
En el Perú, no somos ajenos a este tipo de literatura, que, aunque inicialmente vista con menosprecio, ha ido cobrando valor en los últimos años. Una literatura que se presenta en distintos formatos —diarios, correspondencias, memorias, novelas autobiográficas— y que, en estos tiempos del reinado de la IA, parece alzarse como el último bastión de las letras humanas.
En la primera línea de nuestra literatura autobiográfica están algunos de los autores más consagrados del país, verdaderas eminencias de nuestra tradición literaria: Julio Ramón Ribeyro, con sus diarios reunidos en La tentación del fracaso; el ganador del Premio Nobel Mario Vargas Llosa, con sus memorias en El pez en el agua; Alfredo Bryce Echenique, con sus antimemorias en Permiso para vivir; entre otros.

Las obras autobiográficas peruanas, sin embargo, no están escritas únicamente por intelectuales reconocidos ni leídas solo por ese extraño y minúsculo grupo de peruanos que leen. Sin retroceder demasiado, en abril de este año se volvió viral en internet —más de dos décadas después de su publicación— el libro autobiográfico de Alex Brocca, titulado Canto de dolor. No repitan la canción.
Los peruanos —que leen en promedio, según la última encuesta nacional de lectura, la sintomática cifra de 1,9 libros al año— recordaron que un tal Alex Brocca existió, y se enteraron que ese hombre, además de haber sido una figura pública conocida por actuar, bailar y cantar en programas de televisión, había escrito un libro en el que narra distintos episodios de su vida.
El libro (escaneado y en archivo PDF) fue compartido de forma masiva por las redes sociales, enviado de chat en chat, y entonces ocurrió algo insólito: los peruanos que no leen, leyeron.
Todos lo hicieron, claro, por el chisme detrás de la obra: Alex Brocca era homosexual y fue pareja de una figura ampliamente conocida en la televisión peruana, Ernesto Pimentel; en el libro se contaban detalles sobre la relación que ambos tuvieron durante una década.
Sin embargo, de eso trata, en buena cuenta, la literatura autobiográfica. Y hay que considerar que el chisme que incita a la lectura de libros autobiográficos puede ser beneficioso para la sociedad. Así lo explica Alejandro Albán en su ensayo: «El cotilleo es un instinto del ser humano: conocer las experiencias de los demás, guardar secretos o decidir compartirlos, nos permite forjar alianzas, avivar conflictos, manejarnos mejor en nuestro entorno».

Ahora bien, debemos tener cuidado: no se trata de buscar «la verdad» en un texto autobiográfico. En una entrevista publicada en la revista Letras Libres, Anna Caballé —profesora de literatura española de la Universidad de Barcelona y especialista en las escrituras del yo— plantea que lo que está en juego en la literatura autobiográfica no es la verdad, sino la sinceridad.
En efecto, cuando leemos un libro autobiográfico no estamos ante un texto histórico que intenta registrar con objetividad los hechos reales. Ser sincero no significa decir la verdad, sino decir tu verdad. No contamos exactamente qué pasó un día, sino lo que recordamos que pasó ese día —y, hay que reconocerlo, la memoria es, más que frágil, selectiva—. Contamos lo que nos hicieron sentir las situaciones en las que nos vimos, de pronto, envueltos. En ese acto hay una carga inmensa de subjetividad, y esa subjetividad —propia de la literatura y del arte en general— no puede ser hallada en los textos escritos por ChatGPT.
Tal vez eso es lo más valioso de la literatura autobiográfica: la posibilidad de contar tu historia con sinceridad, y que otros la lean. Desde esta perspectiva, es una forma de escritura necesaria en un país donde, históricamente, ciertas voces han permanecido en silencio y muchas historias no han sido escuchadas. El libro de Alex Brocca —bueno o malo en términos de estilo— sigue siendo el testimonio vital de un hombre homosexual de clase media baja, contado por él mismo. No es la representación que otros escritores —ajenos a las dificultades a las que se enfrentan las personas disidentes sexuales— podrían construir sobre personajes como él, con el afán de caricaturizar o atacar a un grupo. (Pienso, por ejemplo, en Duque de José Diez Canseco, novela publicada en 1934, donde el protagonista es un hombre homosexual de clase alta).

En nuestro país, entre los grupos históricamente marginados, no solo se encuentran las disidencias sexuales, sino también las mujeres y la población andina y amazónica. Del hombre y la mujer provincianos, campesinos y pobres se ha escrito mucho. Escritores peruanos de la talla de Ciro Alegría y José María Arguedas retrataron —con maestría técnica y no poca ternura— al hombre de los Andes; pero lo hicieron, a fin de cuentas, desde la comodidad de sus vidas privilegiadas: ambos eran hombres blancos letrados.
En ese sentido, es difícil encontrar, en la producción literaria peruana, textos autobiográficos escritos por personas tradicionalmente silenciadas. Entre este vacío sistemático, aparece como un pequeño milagro el libro Malca, cada paso cuenta, publicado en 2022 por la editorial independiente Bisonte. Se trata de la autobiografía de José Valerio Malca, un joven provinciano nacido en el centro poblado Lingán Grande, en Cajamarca, quien obtuvo una beca para trasladarse a Lima y estudiar ingeniería mecánica en una universidad privada. Sin esta beca, es poco probable que Malca hubiera podido abandonar la situación de precariedad en la que vivían él y su comunidad.
La historia de Malca, contada por él mismo (en colaboración con Heydi Mariños Roldán, otra becaria con experiencia en la escritura), es un testimonio valioso, y —esperamos— no el único de su tipo que verá la luz en los próximos años. Alejandro Albán tiene razón al afirmar, en su ensayo, que «tenemos hambre de realidad», porque nos gustan las historias reales y sinceras, aquellas que solo puede vivir —y escribir— el ser humano.
Y aunque empresas como OpenAI anuncien constantes avances tecnológicos, hay algo que sigue siendo seguro: ChatGPT nunca podrá contarnos su historia. Nunca podrá narrar, por ejemplo, la emoción, la gratitud y acaso la tristeza que se siente al ganar una beca y convertirse en el primer miembro de una familia —y de toda una comunidad— en estudiar una carrera universitaria, con la esperanza de conseguir, en el futuro, una vida mejor.