Cuando Roland Barthes escribió en su célebre ensayo “La muerte del autor” (1967), planteaba una ruptura fundamental entre quien escribe y lo escrito: el autor comienza a morir en el mismo instante en que empieza a escribir. Esa afirmación ha sido interpretada como una forma de liberar al texto de las intenciones o emociones de quien lo escribe, otorgándole al lector la capacidad de producir sentido. Sin embargo, ¿qué pasa cuando la muerte no es solo una metáfora creativa, sino una sombra que atraviesa la vida y la obra del autor?
Esta pregunta cobra un peso particular en el caso de Horacio Quiroga. Para el autor uruguayo, la muerte fue parte de su vida, antes de la llegada de la literatura misma. Nacido el 31 de diciembre de 1878, Quiroga llegó al mundo con el trauma como herencia, pues su padre se disparó accidentalmente mientras descendía de una embarcación, frente a su esposa y a su hijo de apenas dos meses.
El paso de los años no hizo más que reforzar este trágico destino. Cuando tenía 18 años, su padrastro —víctima de un derrame cerebral que lo dejó sin habla— se suicidó de un disparo justo cuando Quiroga ingresaba a la habitación. Apenas un año después, en 1897, Quiroga comenzaría a publicar en medios periodísticos, lo que sería sólo el inicio de la carrera literaria de Quiroga. Aunque enfrentó muchas dificultades, logró fundar en Uruguay el Consistorio del Gay Saber, un grupo literario de carácter experimental. Por aquel entonces, la vida parecía concederle cierta tregua, ya que en 1901 logró publicar su primer libro de poesía, Los arrecifes del coral.
Sin embargo, tan solo un año después, volvería a encontrarse con la muerte y esta vez en sus propias manos. El 5 de marzo de 1902, mientras manipulaba un revólver, Quiroga mató accidentalmente a su amigo Federico Ferrando, miembro del Consistorio del Gay Saber. Este hecho lo marcaría profundamente: fue arrestado y liberado poco después, al comprobarse la naturaleza accidental del homicidio; sin embargo, el sentimiento de horror y culpa perduraría. Aunque en esos años aún no publicaría una novela o cuento directamente inspirado en el suceso, la tragedia se sumaba a una cadena de infortunios que moldeaban tanto su vida como su sensibilidad artística.
Dicho momento llegaría, tristemente, años más tarde. Tras casarse con Ana María Cires —una de sus alumnas— y mudarse con ella a la selva, Quiroga volvería a enfrentarse con la pérdida. En 1915, Ana María se suicidó ingiriendo veneno. Agonizó durante ocho días, en los que Quiroga la cuidó hasta el último momento. Tras su muerte, quedó solo con sus dos hijos pequeños, en medio de un escenario desolador. Este suceso puede leerse como un punto de no retorno en su escritura: desde entonces, su narrativa se volvió más sombría, marcando una relación cercana con la muerte y el sufrimiento. Prueba de ello son dos de sus obras más conocidas, en las que, aunque algunos cuentos puedan parecer inofensivos o incluso orientados al público infantil, subyacen tensiones oscuras y perturbadoras.
Cuentos de amor de locura y muerte (1917)
Esta colección que reúne relatos como “La gallina degollada” y “El almohadón de plumas”, donde el horror emerge desde lo cotidiano. Estos cuentos retratan con crudeza el deterioro físico y mental de los personajes, muchas veces atrapados en dinámicas familiares asfixiantes o en contextos donde la muerte se instala de manera abrupta y sin sentido.

Cuentos de la selva (1918)
Escrita originalmente para sus hijos. Aunque se presenta como literatura infantil, está cargada de una tensión constante entre vida y muerte, así como de una visión implacable de la naturaleza. En relatos como “La tortuga gigante” o “El loro pelado”, los personajes deben enfrentarse al sufrimiento físico y la amenaza del entorno. En estos cuentos, la selva se presenta como una fuerza amenazante, un territorio implacable donde predominan la violencia y la fragilidad de la vida humana.

Si hay algo que queda claro es que Quiroga no solo escribió sobre la muerte, convivió con ella. En ese sentido, la idea de una “muerte de autor” —como separación entre vida y obra— parece no consumarse por completo en su caso. La muerte y la tragedia habitan en sus escritos de la misma forma en que atravesaron su vida: de manera accidental, repentina y, a menudo, inevitable. Se trata, entonces, no solo de un tema o motivo literario, sino de una narrativa que revela una experiencia encarnada de la muerte.