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Memoria en ruinas: historia del Jirón de la Unión

Antes de que fuera un corredor comercial, Jirón de la Unión fue escenario de poetas, cantinas y vitrinas ilustres. Hoy es otra cosa, pero no menos viva. Es un desfile interminable de un país partido en mil.

Jirón de la Unión no es solo una calle. Durante siglos fue el escenario donde Lima se pensó a sí misma: elegante, altiva, centralista. Hoy, entre estatuas humanas, cantantes, bailarines, chifas, pollerías y pizzerías con combos de menos de cinco soles, cuesta imaginar que aquí se escribió la historia republicana del Perú. Pero basta mirar hacia arriba para encontrar los balcones, las molduras, los escudos oxidados para entender que hubo otra ciudad. Una que aún palpita bajo el ruido.

Fundado como calle principal en la Lima virreinal, el Jirón conectaba dos centros de poder: el Palacio de Gobierno y la Plaza San Martín. Era la vía de los virreyes, y más tarde, de los presidentes, los intelectuales y la élite criolla. Los que creían que la modernidad se inauguraba en las vitrinas europeas de Maison Doré o en las tertulias del Palais Concert.

Allí se paseaban las palabras y las posturas. El Palais, punto de encuentro de la bohemia limeña, fue el trono simbólico de Abraham Valdelomar, quien solía sentenciar con ironía:

“El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo.”

Es una provocación brillante, irónica y profundamente limeña. Detrás de su egolatría performática, había una verdad incómoda: el Perú giraba en torno a su capital, y su capital se explicaba desde esa calle. No solo estaba retratando el centralismo extremo del Perú de su tiempo, sino también burlándose de él, mientras se posicionaba como figura central de la escena cultural.

Decir que «el Perú es Lima» es reconocer (y criticar) que el país giraba en torno a la capital. Que «Lima es el Jirón de la Unión» revela cómo ese jirón condensaba el poder político, económico y simbólico de la ciudad. Al final, Valdelomar se corona, con vanidad y humor, como el símbolo de todo ese circuito.

Palais Concert (Foto: Casa de la Literatura)

El Jirón era la puesta en escena de un país que quería parecer europeo, elegante, moderno. Cruzarlo sin elegancia era una ofensa. Estar allí, sin más, era ya decir algo sobre uno mismo.

Algunos lo frecuentaron como ritual, otros como un pasadizo inevitable de la ciudad. En algún momento escribieron sobre Lima con el Jirón en la memoria. Como si fuera imposible narrar la capital sin pasar por esa calle de escenografía republicana.

Pero el esplendor no es eterno. El Jirón dejó de ser símbolo de élite y se volvió vitrina del Perú real: ese que camina apurado, que sobrevive vendiendo, que mezcla acentos y resiste entre el ruido. Abandonado por quienes solían habitarlo con solemnidad. En su lugar, surgió otra ciudad: más ruidosa, más viva, más mezclada.

Hoy, el Jirón de la Unión ya no es el Palais Concert, ni la pasarela de los poetas, pero sigue siendo el eje de algo: de una ciudad que resiste a perderse, aunque no se reconozca en su reflejo. A veces, entre el humo del anticucho y el eco de un cajón, uno cree escuchar las voces de los que lo habitaron con elegancia y desmesura. Otras veces, basta con ver a un artista congelado frente a la Catedral para entender que Lima no ha cambiado tanto. Aún busca mirarse en su calle más antigua, aún desea ser reconocida.

Jirón de la Unión, 2025 (Foto: Facebook Desarrollo Económico MML)

La frase de Valdelomar resuena hoy como advertencia: si el Perú es Lima, y Lima es el Jirón. Entonces allí también se cifra nuestra decadencia, nuestra memoria fragmentada, nuestra belleza en ruinas. Caminar por ahí, de algún modo, es caminar sobre la herida abierta de una ciudad que ya no es lo que fue, pero tampoco sabe qué quiere ser.

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Avatar de Nikoll Benavides
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